Columna de Opinión:

por Mg. Claudio Moreno Rojas 

Abogado

Magíster en Pedagogía en Educación Superior → Universidad Tecnológica de Chile en conjunto con la California State University

Magíster en Derecho → Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

Estudiante Doctorado → Universidad de Buenos Aires.

Y es que la vida nos cambió a todos…, porque no es sólo un Chile que trata de no naufragar entre los embates de la pandemia que asola al mundo, es también un Chile que se enfrenta al COVID 19 muy magullado por un estallido social que desde octubre del año pasado se convirtió en el telón de fondo de esta crisis una sobrepuesta sobre la otra.

Porque cuando hablamos de una crisis social, hablamos de problemas que se desatan de manera sistémica, holística y multi factorial, aunque su origen provenga desde hace muchos años. En cristiano: “hacemos aguas por todos lados”. Y dentro de los múltiples análisis que nos saturan desde los medios de comunicación, la incertidumbre actual sobre lo que entendíamos antes como “estable”, los problemas económicos, de acceso a servicios y la propia salud, se suma el encierro, el confinamiento y el hecho de añorar lo que antes creíamos tan natural: salir de compras, a una reunión de amigos o abrazar a los nuestros, que hoy parecen privilegios, incluso una trasgresión si nos atreviéremos a hacerlo.

Dentro de todo este desastre, (que insisto puede desmenuzarse en múltiples aristas), el “teletrabajo” es un concepto del que me gustaría comentar en estas líneas.

Porque al inicio parecía atractivo trabajar desde casa, incluso nos imaginamos tardes enteras haciendo caso omiso a nuestra vida “normal” viendo Netflix y devorando las series acurrucados en nuestro hogar invernal. Sin embargo, y al pasar los días, pudimos darnos cuenta de que el encierro no era tan dulce como lo pensamos cuando partió, porque en esta nueva libertad de horarios, hoy sobre esa libertad, perdimos el control.

No sé si a usted que me está leyendo hasta aquí, lo hace con la tranquilidad de que su celular no sonará por alguna llamada laboral con ese sonido, ya a estas alturas desesperante, de alguna de las decenas de grupos de whatsapp, a los que probablemente pertenezca y que ya no son de los de sus ex compañeros de colegio, sino del trabajo.

Todos vivimos este nuevo concepto de la realidad de manera diferente, porque el quedarse en casa puede ser también un cautiverio cuando tienes un sólo computador y tres hijos que ahora deben “video-educarse” el mismo horario, mismo computador con el que además usted debe hacer su trabajo. Sin contar con que además nos dimos cuenta de que, el no vernos tanto también tenía su lado positivo, porque hacerlo 24/7 como ahora, dentro de la misma casa, puede implicar incrementar fricciones que parten desde lo pequeño: como recoger juguetes todo el día, mientras hay que hacer almuerzo, aseo, y claro: cumplir con nuestro teletrabajo.

Hay algunos que podían (antes) optar por no llevarse su trabajo a casa, hasta estos días en que el trabajo está instalado en ella. Pero, por otro lado, están también aquellos que: si no salen a trabajar simplemente no comen, no pagan cuentas ni sostienen ese hogar el que todo el mundo le pide que usted se quede dentro. Porque en Chile, un país que vive en pandemia pero con una crisis social de fondo, hay muchos compatriotas para los que “#quédateencasa” es un mal chiste, porque es simplemente un privilegio imposible de tener.

Me puse a pensar en cómo se puede quedar en casa una persona que vive de las ventas ambulantes, o que vive en una toma, o hacinados sin agua, ni luz. O cómo puede quedarse en casa aquella clase media que no es ni tan rica ni tan pobre como para que pueda tener alguno de los beneficios que nuestro Señor Estado anuncia. O, cómo puede quedarse en casa aquella persona que tiene un emprendimiento, que logró tener su local de comida, un café, o transportar a otros. En fin…esta pandemia entonces no es igual para todos, y pareciera que, incluso en medio de una crisis de salud pública mundial que nos afecta a todos por igual, en el fondo no, no nos pega a todos de la misma manera, porque sigue habiendo diferencias, las de siempre…

Cuando perdimos la noción de los días transcurridos, las mascarillas nos empañan los lentes, no sabemos si el asunto es tan grave como dicen o derechamente es una forma de control social. Cuando ya del trabajo nos escriben correos a toda hora sin importar si es de noche o de día, cuando al fin de cuentas: debemos cumplir. La pandemia muestra su real cara.

El temor a contagiarnos, a perder nuestro empleo, el temor a que los hijos no se eduquen o se infecten, o infectar a nuestros padres nos hace caminar sobre un suelo lleno de canicas dudando si, el cómo estamos haciendo las cosas, es la manera correcta.

Renglón aparte son aquellos que, no pueden quedarse en casa, no por sobrevivir, sino por hacer sobrevivir a otros. Los trabajadores de la salud, aquellos que recogen basura domiciliaria, el que tiene que hacer turnos en farmacias, los y las cajeros de supermercados, los funcionarios del orden y seguridad, los bomberos de las gasolineras y tantos otros no pueden quedarse en casa porque además tienen el enorme peso sobre sus hombros de hacernos vivir a todos. Porque entre la economía y la salud pareciera ser que no hay donde perderse hasta que nos damos cuenta de que están tan entrelazadas en un pacto casi tenebroso que se titula: “si no me muero de COVID, me muero de hambre” tal y como decía una señora que vive en una población armada con palos cartones, y que tuve la fortuna de ver en la tv para que me abriera los ojos de que algunos tenemos una pandemia privilegiada.

Porque mientras el planeta pareciera que también descansa sin nosotros, tal vez la invitación sea al replanteamiento. Mientras los delfines danzan en las aguas de Venecia, los pumas se pasean por nuestras calles como reclamando de vuelta lo que siempre les fue propio, cuando todo esto lo inició un murciélago, no cabe si no preguntarse: ¿quiénes serán los que rían al último de todo esto?

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